El trasatlántico se llamaba Leviatán y, desde luego, tenía derecho a llamarse así. Era una verdadera ciudad flotante con calles, parques, plazas, cines y teatros, salas de conciertos, surtidores y piscinas, campos de deportes y jardines invernaderos con plantas tropicales. Por las mullidas alfombras de los corredores se deslizaban silenciosamente bien adiestrados lacayos de uniforme. En las puertas de los camarotes, paredes y paneles recubiertos de pulida madera roja, relucían los detalles de cobre. Los departamentos ocupados por los viajeros exhalaban un original olor, mezcla de perfumes caros, jabones, cigarros, maletas de cuero y el sutil pero penetrante aliento del océano.`
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